Casi famoso
[Con este relato gané el premio Planeta.
Seis veces.]

Aclaraciones previas:

Coldplay: grupo inglés de música pop.

Chris Martin: cantante y líder de la formación Coldplay.

Gwyneth Paltrow: actriz ganadora de un Oscar y durante algunos años mujer de Chris Martin. Siendo joven, pasó unos meses en España y aprendió a defenderse muy decentemente en nuestro idioma.

Relato: como género literario, es una forma de narración cuya extensión en número de páginas es menor a la de dos relatos (definición parcialmente extraída de la Wikipedia).

Esta es la historia acerca de como un día estuve a punto de tocar el cielo con la punta de los dedos; de como, casi casi, me convertí en un escritor famoso. Y de como, de acuerdo con la lógica, la mala ventura y las estadísticas referidas a cualquier circunstancia en la que aparezca involucrado el cromosoma XX, acabé con una tarta estampada en la cara.

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Todo comenzó por un malentendido con el tema de los derechos de autor, un mundo éste, el del copyright, lleno de gente quisquillosa. Por aquel entonces ya llevaba varios años escribiendo sobre asuntos de suma trascendencia en mi blog, si bien la importancia que yo les daba a tales asuntos no era compartida por el resto de los mortales (o, si lo era, nadie me había advertido). Hasta el menos espabilado de un universo copado por incapaces como el de los influencers podría haber llegado a la misma conclusión a la que llegué aquel fatídico día: tengo que hacer algunos cambios si deseo convertirme en un referente de la opinión pública (que es en lo que andaba ocupado en aquella época tan estúpida de mi vida).

Después de darle algunas vueltas al tema, me sobrevino una idea más propia de un mamarracho que de un genio, aunque en su momento me pareció que habían bajado los dioses a ungirme con su sabiduría: podría barnizar con un poco de épica mis escritos poniéndoles una banda sonora. Una música de fondo elegante y que de alguna manera se identificase conmigo, con mi manera de ser y con lo que escribo. En el peor de los casos, pensé, podría conformarme con algo que no entorpeciese la lectura.

Tras meditarlo un rato, me decanté por un tema del grupo Coldplay perteneciente a su recién publicado (y descargado ilegalmente en mi ordenador) trabajo discográfico, pero entonces recordé un artículo que había leído en un periódico digital unos días antes, en el que explicaban la noticia de alguien que tuvo problemas por algo parecido. Las vicisitudes del copyright le abocaron a la correspondiente multa en beneficio de un grupo multirracial famoso únicamente por su composición multiétnica y cuya mayor genialidad hasta el día era la publicación de un single mediocre bajo el título “mamado por la mema de tu madre”, en el que se escuchaba un solo de triángulo interpretado en fa menor por un bolchevique que juraba no recordar nada desde que en 1981 salió a tomar una caña mientras su mujer cocinaba algo con pavo.

Como no quería vérmelas con la SGAE ni con su molesto primo del peñón, decidí pedirle permiso al señor Chris Martin, es decir al grupo Coldplay, para colgar su canción Life In Technicolor en mi humilde blog. Aproveché mis conocimientos adquiridos a través del papel couché y redacté en castellano limpio y clarinete la homilía alabatoria y sumisa en la que les aclaraba mi previo aunque falso desembolso económico para hacerme con su disco, sabedor del conocimiento que tiene la señora Paltrow, esto es la mujer del epicentro del grupo, de la lengua castellana y suponiendo, tal vez demasiado, que este hecho suscitaría también la curiosidad de Chris Martin, quien por ósmosis marital bien pudiera haber aprendido unas palabras de nuestra hermosa lengua.

Unos días después de haber interpretado su silencio como señal inequívoca de consentimiento, recibí la respuesta de Chris Martin en persona. Escrita en un castellano que desafiaba los fundamentos de la semántica composicional y la paciencia de cualquiera, la respuesta del que ahora consideraba mi amigo venía a decir, si no me fallaban mis dotes de criptógrafo, que no me preocupara más por el tema. Además de mi capacidad como escritor, admiraba mi sentido arácnido, gracias al cual había anticipado su respuesta, ya que de otro modo no se explicaba que siguiera pasándome por el forro testicular el tema del copyright. En todo caso, y visto lo visto, ya no hacía falta que me tomase las molestias de quitar la canción de mi blog para volver a ponerla.

Aunque detecté algunas trazas de sarcasmo en su respuesta, di el tema por zanjado después de imprimir doce mil copias de nuestra conversación que serían repartidas en mi trabajo y por las metrópolis adyacentes, en aras de mostrarle a todo el mundo que, lo mío con Chris, era cosa seria.

Unas semanas después de haber empapelado la comarca del Barcelonés con el amistoso intercambio de palabras entre el consumado fucker y mi persona, me encontraba chequeando mi correo electrónico cuando vi que en mi bandeja de entrada había un email, harto sospechoso, de una tal G. Paltrow. Convencido de que se trataba de la enésima proposición para alargar mis genitales, lo mandé directo a la papelera de reciclaje. Pero entonces caí en la cuenta. ¿Y si era…?

Efectivamente, era ella. Leí, entre ojiplático y receloso, como Gwyneth Paltrow, la esposa de mi amigo, o sea por deducción mi mejor amiga, alababa con tan poca mesura como criterio mi trabajo como escritor. Tanto le gustaba lo que escribía, que estaba enseñando castellano a Chris usando mis relatos y una vara de madera. Tenía mucho trabajo por delante, viendo el mataleón que su marido había hecho a la lengua española en el momento en que cambió su teclado por el mío. El castellano de Gwyneth en cambio no estaba mal, sobre todo teniendo en cuenta que era rubia, americana y por tanto subnormal, pero no sabía si con eso sería suficiente para entender algunos de mis aforismos marihuaneros acerca de la vida y sus derroteros. <<Cada vez que leo uno de tus escritos se me ponen los chakras de punta, se me desbloquea el flujo del chi y noto mis bragas más cerca del suelo>>, me relataba Gwyneth en su gráfica misiva. Incluso Chris, cuando evitaba el preceptivo varazo corrector que su mujer le dispensaba con tanta alegría, disfrutaba con los descacharrantes diálogos que trufan todas mis masterpieces. <<Con un poco de suerte, Chris me dedicará una canción y me haré más famoso que la bronquitis>>, pensé. 

La verdad es que estaba de suerte: mis amigos no solo me perdonaban por haber interpretado a mi modo, llamémoslo liviano, el tema de las licencias de autor, sino que además me felicitaban por mi trabajo. Incluso me hicieron saber que lo último que había publicado en el blog -un ensayo sobre la aluminosis- les encantaba, algo que me sorprendió todavía más cuando me dijeron que su hijo pequeño la padecía. Tan agradecidos estaban por el rayo de luz y gracia que había arrojado a sus vidas, que me propusieron darme el apoyo económico necesario para que una editorial pusiera en marcha mi proyecto, si es que tuviera en marcha alguno. A continuación, me dejaba un teléfono para que la editorial que yo escogiese se pusiera en contacto con ellos.

La emocionante noticia me pilló en calzoncillos, medio empalmado y con una legaña tapándome el lado izquierdo del párrafo que estaba leyendo. ¡Ya iba siendo hora de ponerle un poco de glamour a mi vida! Me puse en marcha a la velocidad del rayo, me duché sin quitarme la ropa para agilizar el trámite -lo que resultó ser mucho menos efectivo de lo que esperaba- y busqué en internet la dirección de la editorial Almorrana e hijos. El tema de la editorial era algo que no me planteaba ninguna duda: desde el mismo día en que supe que lo mío era escribir y no apalear perros, también supe que la primera editorial a la que entregaría mi trabajo sería Almorrana e hijos.

En cuanto localicé las oficinas a donde debía dirigirme, salí vestido como una versión pobre y drogadicta de Lord Byron, tapando mi habitual vestimenta deportiva, tan propia de un yonqui, con una bata roja de terciopelo que solo llevaría un pederasta muy sofisticado. En el metro y al pasar por delante de un par de bares deportivos, tuve que dar lo mejor de mí mismo para no tropezar con ninguna de las acumulaciones salivales dirigidas a mi persona.

Quiso la buena ventura que llegara de una pieza (y vaya pieza, por cierto), al despacho de la afamada editorial. Ya faltaba menos para ver al dueño de aquel chiringuito haciéndome la pelota con un par de puros, unos copazos de etiqueta verde y, tal vez, unas putas. Mientras esperaba a que alguien me atendiese, estuve husmeando por la oficina, tratando de adivinar cuál de esas personas que me miraban entre divertidas y asustadas sería la encargada de extenderme los cheques. También quería familiarizarme con el que pronto iba a ser mi nuevo hábitat.

Después de unos minutos sin que nadie reparara en mi presencia, probé a toser fuerte y a fingir que me aclaraba la garganta, buscando así captar la atención de alguien. No funcionó.

Cambié mi estrategia, leyendo en voz alta el email de Gwyneth y buscando el contacto visual con todo el mundo. Tampoco dio resultado.

Subí el tono; me subí a una silla: subido a la silla, subí más el tono. No sirvió de nada.

Desesperado, quemé una papelera, pero todo siguió igual; excepto por el humo.

Al final, viendo que estaban todos ocupados siendo unos incompetentes, me acerqué a la mujer de recepción y empecé a hablarle como si tal cosa de mis tratos habituales con la parte Vip de Notting Hill, pero deduje que no me estaba haciendo mucho caso cuando vi aparecer el personal de seguridad. Acorralado por las circunstancias y por las porras, saqué toda la parafernalia de emails, gráficos porcentuales y hasta powerpoints que había estado preparando la noche anterior ante la posibilidad de que las calamidades de la vida, como así acabó resultando, decidiesen cebarse en mi camino hacia la gloria y los premios planeta. En un momento dado, supongo que por no aguantarme más o simplemente para deshacerse de mí, la gente de la editorial aceptó que les dejara una nota con el teléfono de mis mecenas, con la promesa de ponerse en contacto con ellos y así darle un empujón a mi carrera hacia el estrellato, algo que, por cierto, nadie allí, ni siquiera los bomberos, dudó que fuese a ocurrir.

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Me encontraba limpiando un kilo de sardinas, dos días después de mi visita a la editorial, cuando recibí una llamada de un número desconocido. Pese a las vísceras del animal que se interponían entre mi oreja y el aparato, pude reconocer la voz de la incrédula recepcionista de la editorial, que ahora se dirigía a mí en un tono mucho más conciliador. Estoy seguro de que el braguetazo que iba a dar la gente de Almorrana e hijos gracias a mí tenía algo que ver en su cambio de humor. Acepté las disculpas implícitas en su cambio de actitud y acordamos la hora para nuestro siguiente encuentro.

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Debido a un error de cálculo con el ciclo de secado de mis jubones, no pude presentarme a mi segunda cita vestido de Shakespeare, de modo que tuve que improvisar sobre la marcha. Con poco tiempo de reacción y gracias a una txapela olvidada por otro amigo imaginario en mi casa y a la cazadora de pana marrón que reservo para mis eventos de escritor, pude cambiar a última hora mi cosplay por el de Pío Baroja. El hecho de estar respaldado por unos paganini con tanto lustre hizo que la confianza en mí mismo rozara lo lascivo. En circunstancias normales me limitaba a despreciar para mis adentros la mediocridad del común de los mortales, disimulando el ascazo que siempre le he tenido al ciudadano medio, pero durante aquellos días en los que me veía comiendo en la misma mesa que Cervantes no dudé en verbalizar mis desacuerdos muchas más veces de las necesarias. Una de esas veces, por cierto, fue con mi jefe. Bueno, ahora ex jefe. Mi primera idea fue pedirle un aumento de sueldo, pero aquello me pareció poca cosa para un crack que se codeaba con la jet set, así que le presenté directamente la carta de renuncia, alegando que me veía incapaz de trabajar para alguien tan cretino.

Antes de partir hacia mi Shangri-La particular, eché un último vistazo a la ruinosa fachada del edificio donde había morado una versión pobre, mediocre y timorata de mí mismo que esperaba dejar atrás para siempre. Me dejé llevar por el típico orgullo del escritor, ahora que había descubierto que era escritor. Una leyenda de la literatura en ciernes como yo, debía aspirar a un nuevo estilo de vida, a uno en el que las ideas elevadas se concebiesen en jacuzzis y cabinas de hidromasaje, alejado del populacho del extrarradio. Recuerdo haber gritado <<¡Ahí os quedáis, gentuza!>> a los vecinos que creía ver por última vez, a punto como estaba de cambiar mi vida.

Cargado de confianza, sobrecargado tal vez, hice mi reentré al mundo editorial en las oficinas de Almorrana e hijos, ubicadas en una zona de la ciudad en la que el fentanilo tendría una gran acogida. Esta vez, como no podía ser de otra manera, me recibieron formando en batería mi nueva amiga y dos señores muy bien vestidos que me sonreían como si me debieran mucho dinero, lo que de algún modo empezaba a ser cierto. Me preguntaron si deseaba tomar algo. Para hacerme el excéntrico, pedí un bitter kas, tres rodajas de mortadela y un poco de cocaína: nada que no se pueda conseguir rápidamente en este barrio, le indiqué a la recepcionista para ponerla en su sitio.

Después del aperitivo, pasamos a una salita austera en la que empezamos a hablar de negocios. Uno de los monigotes, cuyo nombre era algo así como Basilio, u Otilio, o Marisa, había estado conversando con la parejita y estaban dispuestos a financiar la publicación y distribución de diez mil ejemplares. Eso sólo para empezar. Si la cosa marchaba, se publicarían nuevas ediciones y se intentaría la aventura inglesa, que podría incluir imanes para la nevera con mi cara. Mis benefactores por su parte reinvertirían los beneficios de las ventas en la fabricación de piedras de jade vaginales y en un criadero para castores, pero eso era cosa suya. Si se daba el caso de que no se vendieran los ejemplares suficientes, incluso aunque no se vendiera ninguno, los únicos que perderían dinero serían ellos, pero yo debería retirar mi canción de su blog y mis correos electrónicos serían redirigidos a su bandeja de spam. Que mínimo, claro.

Acepté, por supuesto. Firmé allí mismo mi compromiso con Gwyneth y Chris. <<Una formalidad entre amigos>>, les dije a todos.

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Pasaron unas semanas hasta que volví a tener noticias de Gwyneth. Recuerdo que estaba rellenando una pistola de silicona con queso cheddar cuando alguien con número extranjero me llamó por teléfono. ¡Qué nervios, Matilde! Era una voz de chica; una con capacidades especiales muy diferentes a las de la Capitana Marvel o Wonder Woman: era Gwyneth Paltrow. Igual que en los sábados por la tarde de mi preadolescencia, cuando me sentaba con mi hermano delante de la TV a ver series de sunormales*, empezó a sonar en mi cabeza la sintonía de Corky, la fuerza del cariño. Me bastó con oír la voz de Gwyneth, a la que todo este asunto le entusiasmaba de un modo bastante inquietante, para rememorar los primeros compases de Ob-La-Di, Ob-La-Da. Por mi parte y a tara pasada, reconozco que en aquel momento no me vi con fuerzas ni con ganas para detener la avalancha de mimos y obsequios que, por una vez en la vida, me deparaba el destino. Tampoco creo que se le pudiera exigir más a alguien a quien ya le costaba lo suyo mantener relaciones sexuales con una mujer en los estándares de la mediocridad; no digamos ya con una rica, guapa y famosa, por mucho retraso mental que tuviera. Respecto a la llamada telefónica, fue todo lo bien que podía ir: Gwyneth alabó por enésima vez mi trabajo y dejó entrever el deseo carnal que su admiración por mi persona había suscitado. Podría decirse que veló muy vaporosamente sus intenciones, ya que me prometió una mamada tan intensa que se me meterían las sábanas por el culo.

No encontré negativas convincentes, ni tampoco necesarias, para llevarle la contraria a la única persona con un cromosoma adicional que había ganado un Óscar. Aprovechando que Coldplay estaba en medio de una gira que iba a pasar por mi ciudad en breves, acordamos una cita de índole sexual. La idea era colocarle la cornamenta a su marido durante el concierto. Como Chris quería conocerme, podría aprovechar los ratos en los que no estuviera fornicando con su mujer para hablar un poco con él. Ya que me invitaba a su concierto era lo menos que podía hacer.

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El día del evento estaba de muy buen humor, como corresponde a los días en los que uno sabe que va a eyacular. Lo primero que hice fue levantarme con normalidad, o sea sin estamparme contra el suelo. Me pareció lógico escuchar un par de veces el último disco de Coldplay, para ver si me aprendía alguna frase y podía tararearla en el concierto. Tal vez así no se darían cuenta de que era un mendrugo que no entendía las letras.  

Estaba claro que un día tan especial requería un vestuario a la altura. Y no quiero presumir, pero no le faltaba ni un solo accesorio a mi caracterización de Arturo Pérez Reverte: ahí estaba la prótesis que imitaba su dedo de los unfollows, de dimensiones sobrenaturales, el kilo y medio de opiniones lapidarias, la barbita de pedante y la actitud de fucker.

Cuando llegué a la sala donde debía reunirme con Chris y Gwyneth, observé que había unos mastuerzos de seguridad custodiando la entrada al backstage. Yo no sabía lo que debía decirles, y desconocía lo que era un backstage, así que me hice el despistado esperando acontecimientos. Pero, igual que en mi última visita a la editorial, fui vilmente ignorado. Con cautela, decidí acercarme a la entrada. El único problema que vi, aunque no era un problema pequeño, es que no me parecía probable, ni siquiera posible, que semejantes merluzos supieran dos idiomas. Confiando totalmente en mis posibilidades, aunque no sepa todavía el porqué de semejante estupidez, me acerqué a la taser zone e intenté soltar tres palabras seguidas en ese inglés macarrónico tan característico de los españoles. Quise hacerme el chulo, pero la gota inicial de sudor no tardó en empapar mi cara, consciente como era del guantazo que podía llevarme si jugaba mal mis cartas. Menos mal que por allí pasaba la protagonista de Amor ciego, título que podría contestar algunas preguntas. Supongo que guiada por algún tipo de instinto primate, Gwyneth acudió a mi rescate en el momento exacto, justo antes de que el menos dialogante de los dos cachalotes hundiese sus nudillos en mis mofletes.

Nos acercamos al camerino y allí sorprendimos a una chica metiéndose por la napia unos veinte euros de cocaína. No me quedó claro si era diabética, vegana o politoxicómana, pero a los pocos segundos se largó y ya no volvimos a verla.

Cuando conocí a Chris, unos minutos después y a instancias de su mujer, me pareció un chico bastante simpático, si bien los nervios por saber que estaba a punto de adornar su cabeza como la de un reno y su nivel de castellano, equivalente al de un murciano con afasia, entorpecieron bastante la comunicación entre ambos.

En vista de que allí la lengua castellana se hablaba muy poco, me puse a beber duro. No habían pasado diez minutos desde que me presentaron a la banda y ya me había tomado dos cubatas. Si eso me ayudaba a soltarme con el inglés, tenía que probarlo. Y sí, la verdad es que funcionó. El problema es cuando no paras a tiempo, algo que saben bien los fabricantes de Levonorgestrel Stada. En el siguiente cuarto de hora me soplé otros dos combinados  y empecé a tararear las canciones de Coldplay que sonaban por el altavoz de mi móvil, para bochorno de todos. De todos menos de Gwyneth, cuya fe inquebrantable en mi persona me conmovió profundamente. El resto de la gente, menos impresionable a mis encantos, empezó a mirarme raro. Con el octavo copazo, la cosa empezó a desmadrarse de verdad. Viendo que no cuajaba ninguna de las congas que propuse y que el personal circundante menguaba sospechosamente después de cada intento, lo pagué con el asistente de Chris Martin, un irlandés paliducho que orbitaba alrededor de su jefe y a quien no tardé en tildar de pelota, paleto, mascachapas e incapaz. Afortunadamente vino alguien de seguridad a poner orden. Soy consciente de que cuando quiero y muchas veces sin quererlo puedo ser un auténtico coñazo. Recuerdo que me llevaron a un camerino y me tumbaron sobre un camastro para que se me pasara la mona.

A la media hora o a la hora y media, eso nunca podré saberlo, me incorporé y me lavé la cara. Bebí otro cubata para que el cambio de presión en la sangre al levantarme y no tener la misma cantidad de alcohol circulando por las venas no me afectase -si es que eso tiene algún sentido– y salí del camerino tambaleante mientras trataba de volver mi lengua, un pelín pastosa, a su lugar natural, en algún sitio dentro de la boca. Con este último cubata tenía mi hígado a punto de flamearse con el menor chispazo.

Fue una proeza que no cayera encestado en alguno de los cubos de reciclaje que me llevé por delante al salir del camerino. En todo caso y gracias a ese tropezón pude ver los otros tropezones: los del vómito que cubría una gran parte de mis pantalones. Antes de que me viese nadie, volví sobre mis pasos y recé para encontrar algo que me ayudara a tapar el desastre.

Reconozco que mi réplica de Pérez Reverte no combinaba bien con lo único que encontré en el camerino, que fueron unos leotardos amarillos de dos tallas por debajo de la mía y en los que sólo logré meterme con mucha paciencia y doscientos gramos de mantequilla La Asturiana, pero la otra opción era ir desnudo de cintura para abajo, así que me convencí de que estaba siendo uno de esos artistas que usan su outfit como reclamo de su extravagancia y que podrían oler a mantequilla por el mismo motivo.

Chris y Gwyneth celebraron mi ocurrencia, pero ninguno de los dos me ofreció unos pantalones limpios, de modo que me presenté de tal guisa en el palco VIP.

Si antes la gente me miraba mal, ahora las caras eran de pasmo. Consciente de ello, Gwyneth trató de distraerme. Y aunque no me hacía falta, se lo agradecí.

Tras un rato conversando, todo en Gwyneth, incluso su clamoroso handicap, empezó a resultarme sexy. Naturalmente, el renovado interés por su persona incrementó el caudal de sangre hacia mi entrepierna, lo que no era moco de pavo, tal como iba vestido. Con los leotardos que llevaba puestos era imposible ocultar la palpitación espasmódica que tenía lugar en mi zona escrotal, así que me convertí en un escorzo humano, en un guiñapo nervioso que trataba de no perder el hilo de la conversación mientras ocultaba la madre de todas las erecciones.

Después de unos minutos pensando en accidentes de tráfico, informes contables y otros desempalmadores de urgencia, se normalizó la situación en la zona donde antes estaba mi bragueta. Una vez alejada la posibilidad de sacarle el ojo a alguien con mi pene, recobré la compostura y hasta me vi con la iniciativa necesaria como para preguntarle a Gwyneth si quería tomar algo. Ella rehusó amablemente mi invitación; yo, en cambio, no tuve problema en extender la propuesta a mi persona y aceptarla con mucho gusto.

Hube de solventar un malentendido relacionado con mis leotardos y la madre del camarero antes de regresar con algunos moratones y un surtido de cocktails a su lado. Con el propósito de anestesiarme en cuerpo y alma, hice bajar por mi gaznate, uno tras otro, los combinados. Al parecer estaba en racha, porque el truco de beber alcohol volvía a funcionar y recuperé la presencia de ánimo. A partir de ahí, el flirteo vino solo: que si lo guapa que estabas tú, que si lo empalmado que volvía a estar yo... En fin, no sabría como explicarlo, pero Gwyneth empezó a desvariar fruto de una intoxicación por Maracuyá y yo aproveché para meterle mi lengua hasta el esternón. Tratamos de disimular un poco el indiscreto cruce de impresiones que había finalizado con el acoplamiento de nuestras mandíbulas, pero sabíamos que sería muy difícil ocultar lo ocurrido a la prensa, ya que al menos tres personas nos habían grabado con su móvil. Para no levantar sospechas, o al menos más de las que ya habíamos levantado al besarnos delante de todo el mundo, abandonamos nuestros asientos con unos minutos de diferencia. A buenas horas, ojos verdes*…

Lo primero que me sorprendió, cuando por fin estuvimos a solas, fueron los preparativos que había dejado Gwyneth sobre la mesa plegable que acompañaba al camastro. Donde uno esperaría ver preservativos, toallitas higiénicas y lubricante, encontré un surtido de hierbas medicinales, una toalla de manos y un cubo con agua caliente. Al parecer, según me explicó, acostumbraba a darse una vaporización vaginal antes de cada coito. Ni que decir tiene que la comida de coño después de este ritual tan surrealista fue imposible: desistí en cuanto me vi escupiendo hebras de ajo y trocitos de jengibre. Más allá de eso, tuvimos buen sexo. Incluso nos dio tiempo a ducharnos antes de regresar a las primeras filas del palco VIP, donde vimos a Chris firmando algunas piezas de lencería a algunas de sus fans más pudientes y menos pudorosas.

Ya no hubo tiempo para mucho más después de eso. Acordamos vernos a la mayor brevedad posible, como se hace con la gente a la que sabes que no vas a ver más. Antes de despedirse, me regalaron una camiseta del grupo, un disco firmado y dejaron que me llevara toda la droga que encontrase en los camerinos, por lo que volví contento y bastante colocado a casa.

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Dos días después de haberse celebrado el concierto, recibí una llamada de la editorial Almorrana e hijos. Tal como predije, los videos donde salía dándome el filetazo con Gwyneth desde diferentes perspectivas, ninguna de ellas favorable, eran lo más popular de la semana en Youtube. En España sólo fui superado en número de visualizaciones por un tren cuyo descarrilamiento en Santiago coincidió con el mío en Barcelona. Pero la fama tiene un precio. Y el que pagué yo, por desgracia, fue muy alto: pocas horas después de convertirme en un fenómeno viral se canceló el contrato con la editorial, fui vetado de por vida a los conciertos de Coldplay, Gwyneth dejó de contestar a mis correos y me obligaron a quitar la canción de mi blog. Mentiría si dijera que esperaba o merecía menos.

Durante un tiempo fui acosado por la prensa y las visitas a mi página me concedieron cierta popularidad que no supe monetizar. Después de eso, mi vida no tardó en volver al remanso de tranquilidad y anonimato en el que me encontraba.

Con el paso de los años me he resignado a tener una vida intrascendente, pero todavía hoy, cuando escucho a Chris por la radio o veo a Gwyneth en una película, me viene a la mente aquella vez en la que casi me convertí en famoso.

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